Por qué no los militares como policías
El hacendado Abraham Nuncio nunca pensó que el destino le depararía una tosca paradoja. Sus hijos siguieron la causa maderista y toda la familia se sumó al levantamiento contra Victoriano Huerta. El ejército federal, leal al usurpador, le confiscó su hacienda. El general Francisco Coss, jefe de las fuerzas en la región limítrofe entre Arteaga, Coahuila, y Galeana, Nuevo León, lo recomendó con Antonio I. Villarreal, uno de los fugaces gobernadores de este último estado durante la lucha armada. Ya con el grado de mayor recibió la comisión de fraccionar latifundios.
Conservó la fotografía de un adolescente de no más de 15 años vistiendo el uniforme constitucionalista. Fue mi padre, Arnulfo. Él, no obstante, tenía inclinación por la política y fue regidor de Tacuba. Un día confundieron a su hermano Abraham con él y lo venadearon. Desde entonces repetía: Las armas las carga el diablo.
Jamás lo vi con una. Pedro, otro de sus hermanos –un muy joven coronel– murió de paludismo en el curso de una batida contra las tropas zapatistas. El mayor de los hermanos era Reynaldo: siguió la carrera militar y murió como general de división. Méritos no le faltaron: participó en varias campañas y en ellas mostró astucia y valentía.
A excepción de mi padre, creo, de alguno de ellos podría recibir, si eso fuese posible, cierto reproche por oponerme a que el Ejército realice funciones de policía. Le habría explicado lo que aquí, al lector, intentaré explicar.
Las revoluciones suelen conseguir cambios favorables para las mayorías. Su secuela social es, sin embargo, la de un régimen autoritario plagado de órdenes casi siempre voluntaristas. En las batallas participan militares y la costumbre de dar y recibir esas órdenes deja a un lado la deliberación y el acuerdo como base de la construcción de una sociedad. El nuevo orden se torna más rígido y a la vez agresivo cuando los militares pretenden hacerse del poder aún en contra de las normas por ellos aprobadas. Desde Álvaro Obregón, esta sombra oprobiosa se extiende hasta nuestros días.
Los militares quieren, hoy, más poder dentro del ámbito que les es propio, y también una parte, si no es que más, del poder civil. Y esto implica que la República, para no hablar de democracia, tenga un régimen donde un Poder Supremo –el del presidente de la República, que es el comandante en jefe del Ejército– se impone a los otros dos poderes. Con un margen de obsecuencia a un poder mayor –el de Estados Unidos. Más o menos simulado hasta hace dos décadas, a partir de la dizque guerra al narco emprendida por Calderón y seguida por Peña Nieto, ya mutila nuestra soberanía.
Injustificable el despliegue militar en las instancias de seguridad pública y reiterados e impunes sus atentados a la vida, el Ejército, en un afán desmedido de querer legitimar su gestión y tales actos, organiza ahora exposiciones fastuosas para toda la población y da entrenamiento militar en las escuelas públicas.
Las preguntas son estas: ¿es deseable tener un país con una cultura militar?, ¿una sociedad militarizada? Más aún: ¿es deseable tener un ejército? Me parece que no. Y tenemos un buen ejemplo al sur de nuestras fronteras: Costa Rica, un país sin ejército y, por supuesto, con mejor calidad de vida que el nuestro. Las armas llaman a las armas, como lo saben en Guerrero, Michoacán, Tamaulipas. Reynosa es de hecho una ciudad víctima de una guerra en la que el Estado no logra disminuir el narcotráfico por eliminar a un par de capos y sí coloca a toda la población en condiciones de una gran letalidad. Se corrobora la tendencia a victimizar a quienes no participan en los enfrentamientos entre delincuentes y cuerpos de seguridad: de las más de 90 mil bajas en 11 años, ni 5 por ciento corresponden a los antagonistas y del total, las fuerzas armadas apenas registran menos de 0.5 por ciento.
El gobierno de Estados Unidos, que no se molesta en lanzar una mísera campaña para disminuir el consumo de drogas en su país, nos obliga a militarizarnos para evitar, supuestamente, que desde México el narcotráfico cruce hacia su territorio. Una vil engañifa. Lo que busca es que las manifestaciones populares en contra de las políticas neoliberales de las cuales es el principal beneficiario sean controladas y, en su caso, reprimidas. Y por supuesto, vendernos armas por toneladas.
Soldados y marinos no son agentes de seguridad pública. A ellos no los capacitan enseñándoles que por encima de cualquier orden de un superior está la ley y que si tal orden contiene un quebranto legal, sobre todo a la Constitución, el militar debe oponerse a ejecutarla. Esto no es así, porque no está en la lógica de la milicia. Por lo tanto, si es una lógica potencialmente violatoria de las leyes, y con el agravante de que el miembro del Ejército mexicano que pueda convertirla en acto no será juzgado por un tribunal civil sino por una corte marcial, el empleo policiaco de los militares no hará otra cosa que sistematizar la ruptura institucional en la que se va hundiendo cada vez más el país.
A mayor militarización, menos sociedad de leyes acatadas y más órdenes voluntaristas. Maquiavelo, con su característica agudeza política, lo vio con claridad: La razón nos dice que cualquiera que se halla armado no obedece con gusto a cualquiera que sea desarmado.
Así que ya puede morir de fatiga la Comisión Nacional de los Derechos Humanos haciendo recomendaciones para que las violaciones de los militares a estos derechos sean investigadas y, en el caso, castigadas.
La verdad no sé qué me responderían mis militares muertos. Pero por adversa que fuese su opinión no podría yo cambiar la mía.