Detrás de la raya
por Juan Villoro (Reforma)
Conocí a Rogelio Naranjo hacia 1978, en el Partido Mexicano de los Trabajadores. Cada sábado nos reuníamos a reinventar el país en asambleas eternas. Cualquiera podía opinar y pedir que se cambiara de rumbo. Las sesiones eran presididas por dos eminentes egresados de la cárcel de Lecumberri, el ex líder ferrocarrilero Demetrio Vallejo y Heberto Castillo, creador de patentes de construcción y miembro de la Coalición de Maestros durante el movimiento estudiantil del 68. Ante las torrenciales intervenciones de los militantes, Vallejo reaccionaba con paciencia y chistes de ocasión y Heberto con pedagógica ironía.
Las reuniones transcurrían en forma tan democrática que rara vez llegábamos a acuerdos; sin embargo, salíamos de nuestra precaria sede junto al Monumento a la Revolución convencidos de que tarde o temprano el resto del país sería como nosotros. En ese ámbito donde sobraban las palabras y escaseaban las tácticas, destacaba una presencia silenciosa: Rogelio Naranjo.
Nacido en Michoacán en 1937, Naranjo era, junto con Rius, el mayor caricaturista de la izquierda mexicana, pero recibía nuestros elogios con desconcertante modestia, como si le habláramos de otra persona. Dueño de un estilo único, combinaba la exactitud en el trazo con la interpretación psicológica de los personajes: reproducía facciones con detalle hiperrealista, pero lo decisivo eran los gestos, las intenciones que las animaban.
Crítico de la clase política, fue un celebratorio testigo de los escritores. Dibujó a Carlos Fuentes como una elocuente deidad prehispánica, a Augusto Monterroso como entrañable oso de peluche, a José Agustín como el acelerado mecanógrafo que usaba una máquina con espejo retrovisor, a Sergio Pitol como el viajero incontenible que acumulaba calcomanías de hoteles en su maleta. En alguna ocasión, se retrató a sí mismo al modo de Velázquez, con sombrero, gran mostacho y mirada fiera.
Un personaje suyo es un macho irredento que alza una afrentosa botella de aguardiente, posa su bota sobre un cráneo y resume su cosmovisión en esta frase: «Me vale madre». Esta estampa de patriótico humor negro se reprodujo en los más diversos contextos y se convirtió en estatua para promover taquerías y cantinas en México y Estados Unidos.
En su faceta de dibujante fantástico, creó laberintos en los que se perdían hombres de gabán y sombrero, extraños notarios de la imaginación que persiguen datos, huellas, salidas que no existen. Metáforas de los esfuerzos sin recompensa, estos dibujos no están animados por noticias sino por el onírico inconsciente de un humorista.
Fue igualmente creativo en temas políticos. Al margen de los acontecimientos que los produjeron, sus cartones son piezas artísticas. Como los grabados de Posada, sobrevivirán a sus modelos. Las texturas en las ropas, las sombras en los edificios y las arrugas de expresión en las caras que definen su universo, dependen de la forma más elemental del trazo: la raya. Naranjo dedicaba más tiempo a dibujar los hilos de un saco del que un sastre dedicaba a coserlo.
En alguna ocasión me dijo que los infartos llegan de tanto buscarlos o de tanto evitarlos. Él pertenecía al primer género. «Abusé de los placeres», decía con la satisfacción de quien convierte el recuerdo en una dicha. Al compartir el buffet en un hotel de Mazatlán, se acercó a sugerirme lo que debía comer: «Prueba eso y me cuentas», decía un sibarita dispuesto a gozar por interpósita persona.
Premio Nacional de Periodismo en 1977 y en 2012 y del Grand Prix de la World Press Cartoon en 2009, Naranjo publicó decenas de libros, fue un copioso colaborador de Excélsior, El Universal, El Universal Gráfico, Proceso, Nexos y Siempre! Tuve la suerte de escribir el prólogo para Me van a extrañar, su libro sobre el sexenio de Vicente Fox, y las fábulas políticas que acompañan sus dibujos en Funerales preventivos.
Hace un año le rendimos homenaje en el teatro Macedonio Alcalá, de Oaxaca. Como en los tiempos en los que era el miembro más callado del PMT, oyó las ponencias con atención y respondió con timidez. El hombre que había trazado suficientes líneas para cubrir el mundo vivía al margen de la vanidad. No buscaba otra recompensa que su oficio. Una expresión popular definía su temple: «Atrás de la raya, que estoy trabajando».
Antes de cumplir los ochenta años, Rogelio Naranjo trazó su última raya. Detrás de cada línea está su nombre.